-Me da igual. Lo voy a hacer.
-Te van a llamar la atención…
-¿Eso es todo? Mira cómo tiemblo.
-¡Joder!, pues yo me voy. Paso de que me digan nada y acaben echándonos por un capricho tuyo.
-¡Buah!, eres como ellos al fin y al cabo…, un cobarde. Lo llevamos haciendo toda la vida y, ahora, porque estén cuatro pelagatos en el poder que digan que no se puede hacer… ¡Joder!, ¿es que también me van a quitar mis vicios?
-Ya, pero es que si tu vicio no perjudicara a los demás…
-Mira, estoy harta. Vete o quédate, pero yo paso de cortarme.
-Me voy a la barra. Quiero ver lo colorada que te pones cuando te digan algo.
-Piérdete, gilipollas.
Empecé a saborear lentamente el placer que me daba poder disfrutar de mi vicio en un bar con un cafecito humeante. Pero, al poco de entrar en materia, se me acercó el camarero y, en voz baja, casi con-lo admito- más vergüenza que yo, dijo:
-Disculpe, está prohibido escribir aquí.
M. L. F.